¿Viajar en pandemia?
Digamos que estamos perdiendo el susto. O no. Mejor digamos que nos estamos acostumbrando. O quizás digamos que el encierro es tanto, que ahora estamos dispuestos a correr el riesgo. Yo creo que va por ahí.
Cuando llegó el virus a Latinoamérica supe de inmediato que mis viajes se iban a suspender por un buen tiempo. Las aerolíneas cancelaron los vuelos que tenía programados para el primer semestre del 2020 y dándome la opción de reprogramarlos sin costos asociados, los cambié para fin de año. Pero la pesadilla continuó y al final los cancelé todos. Me quedé sin planes viajeros y eso me aliviaba. Claro, veíamos cómo empezaba la segunda ola de casos en Europa y sabíamos que aquí también iba a suceder (es que no aprendimos nada).
Algunos países abrieron sus fronteras y muchos comenzaron a viajar. Pero los más «realistas» seguimos viendo eso con distancia. A pesar de morirme por armar mi maleta, no iba a ponerme en riesgo. Ni a mí, ni a mi familia por contacto estrecho.
Decidí no abrir más correos electrónicos de aerolíneas. Tengo la experiencia de caer una y otra vez en sus tentadoras ofertas así que sabía que tenía que alejarme de los estímulos. Pero los muy malditos saben manejar nuestras mentes (nos conocen muy bien, nosotros lo permitimos) y me sentí engañada cuando me di cuenta que había abierto un mail con un asunto que no tenía que ver con viajes, pero con un contenido extremadamente prometedor.
¿Viajar o no viajar?
Al principio me daba vergüenza hasta comentarlo con mi familia y amigos. ¡¿Cómo se me ocurre siquiera estar dudando?! Hay gente muriendo todos los días y yo pretendo irme de viaje a Brasil, un país donde las reglas no se cumplen partiendo por el mismo presidente. ¿En qué estoy pensando?
Pero la oferta era tan tentadora… y el panorama era tan atractivo. Ahí me veía yo, en un hotel en Copacabana, sola y tranquila, con calor afuera pero aire acondicionado adentro. Levantándome temprano para disfrutar el desayuno de hotel. Dándome una ducha rica, sin apuros. Teletrabajando como si fuera una nómade digital al fin. Bajando a la playa por las tardes para tirarme en la arena a recargarme de toda la vitamina D que me perdí el 2020 por estar tan encerrada. Partir tomándome un agua de coco para luego ver el atardecer en Ipanema con una caipirinha. No pedía nada más -ni nada menos-.
Lo dudé tanto. Lo quería tanto, tanto, pero todo me pesaba. Me pesaba mi propia mentalidad fatalista. Me pesaba la responsabilidad social. Me pesaba también el qué dirán. Pero, digamos que estoy perdiendo el susto. O no. Mejor digamos que me estoy acostumbrando. O quizás digamos que el encierro es tanto, que ahora estoy dispuesta a correr el riesgo. Yo creo que va por ahí.
Así que tomé la decisión, al fin. Iba a ir a Brasil en pandemia y no me iba a afectar lo que dijeran de mí. Obvio que tomaría todos los cuidados posibles antes, durante y después. Nada tendría por qué salir mal…
Volví al sitio web a buscar el ofertón y ya no estaba. Se había agotado, obvio, era muy bueno para ser verdad, y yo la muy pajarona lo dejé pasar.
No me atreví a buscar una alternativa: «las cosas pasan por algo», me dije a mí misma. Quizás estaba bien esperar un poco más para volver a subirme a un avión. Soy fuerte y puedo aguantar un poco más este encierro. Claro que puedo. Claro que puedo. Claro que puedo. Si lo repito quizás me convenzo.